jueves, 25 de julio de 2013

Todos, sin excepción, tenemos una relación así....


Conocí a una mujer atractiva, seductora, peligrosamente hermosa. La vi de noche, del otro lado de un bar donde resonaba una música muy fuerte, estruendosa. Poco a poco me fui acercando a su cuerpo curvilíneo, con ropa escasa pero con telas brillantes; las lentejuelas que ocultaban sus pechos rebotaban las luces del local, dejándome ciego a cada destello de color naranja. Cuando por fin pude estar 5 centímetros de ese espectáculo humano, noté que traía un aroma a cigarro, no me importó decidí hablarle. Su acento era familiar, su forma de hablar era clara y precisa, sin muchos rodeos me permitió invitarle un trago. Mientras bebíamos juntos, copa tras copa, sus ojos parecían desnudarme, parecían leer mis gotas de sudor nervioso, pero ella no se mostró sorprendida, sabía perfectamente mis intenciones y conocía mi timidez como nadie.

Después de conversaciones furtivas que incluían hechos políticos, bandas de música pesada, cocina, hasta arte urbano, decidí hacer un salto al vacío e invitarla a mi apartamento. Ella ni se inmutó, sus labios rojos modularon delicadamente un “Sí”, me agarró la mano, y me acompañó a la salida del club nocturno.

No suelo hacer esta clase de invitaciones, generalmente soy una persona demasiado tímida para arriesgarme a pasar la noche con una desconocida, pero había algo en ella que me atraía con locura. Mientras íbamos en mi carro, bajó la ventana del copiloto y dejó que el viento nocturno jugara con su cabello negro como el petróleo. Mientras jugueteaba con la cruz que tenía colgado en su delicado cuello, pude ver gracias a las luces de la calle las marcas que tenía en sus antebrazos, yo ya conocía aquellos puntos enrojecidos, pero no le di importancia <<Cada quien con sus vicios>>.

Llegamos a mi edificio, estacioné el carro y nos dirigimos a los ascensores, al marcar mi piso, ella me atacó directamente al cuello con sus gruesos labios y con sus dedos de pianista. Lo usual en mí hubiera recurrido a la fuerza para quitarla de encima, esperar a llegar a mi apartamento, para evitar cualquier encuentro vergonzoso con un vecino, pero esa noche no me importó. Dejé que se saliera con la suya. Primero la abracé tímidamente y empecé a besarla, pero ella cada vez recurría más a la fuerza. Me mordió los labios y me arañó la espalda, y decidí seguir la corriente de su violenta excitación. Sentí como el espejo del ascensor se partía en su espalda cuando la acorralé contra la pared, lo cual solo sirvió para aumentar el libido entre nosotros, ella no se detuvo.

Al llegar a nuestro piso, ningún vecino nos vio, llegamos a mi apartamento y cerré la puerta con un pie para no detener lo que sentían mis manos.

Poseí su cuerpo repetidas veces, recorrimos desnudos casi toda la casa, con manotazos que se confundían entre caricias sexuales y golpes de guerra. Varias veces arañé con fuerza sus senos firmes, grandes, y naturales. Poco a poco me convertí en un animal, me salí completamente del personaje cariñoso, tímido y delicado que suelo ser tanto dentro y fuera de la habitación. La maltraté, la golpeé, la arañé y la mordí sin piedad, ella solo me pedía más, y yo solo seguía hiriéndola físicamente.

No sé exactamente cuando me quedé dormido, fue como si de repente el mundo se tornara negro y no supe más de mí hasta la mañana siguiente, o mejor dicho, a la tarde siguiente. Desperté con el cuerpo adolorido, mi cama estaba vacía, pero no mi habitación. Encontré a mi presa nocturna asomándose por la ventana, completamente desnuda. El sol entraba al cuarto con una intensidad tan fuerte que hasta quemaba la piel. Sólo pude ver su figura negra a contraluz, hasta que se volteó y me vio despierto.

Caminó al otro lado de la habitación recogiendo poco a poco su ropa regada por el suelo, y finalmente pude detallarla mejor. Noté unas largas cortadas en su espalda, entendí que fueron los vidrios de mi ascensor, que dejaron unas líneas rojas espantosas que recorrían casi por completo su espalda blanca. Sus muslos tenían moretones oscuros, huellas que habían dejado mis dedos tras la noche de pasión. ¿De dónde saqué aquella fuerza para dejarla así? Ella no se estaba oponiendo a mi fuerza, ella se entregaba por completo.

Se agachó para recoger su ropa interior, al levantarse echó su cabello de ébano hacia su espalda, y ahí vi sus montañas. Sus pechos que a primera vista me resultaron tan atractivos, tan adictivos, tenían arañazos profundos dejando la carne viva a la vista. Un espectáculo casi truculento, no podía entender cómo yo pude haberle hecho semejante daño.

Recordé las conversaciones que tuvimos la noche anterior, lo inteligente y culta que era, me di cuenta que su boca no era sólo un juguete sexual, que ella recitaba poesías y frases de Rómulo Gallegos y de Otero Silva. Que juntos cantamos todo tipo de estrofas, gritamos a todo pulmón “soy desierto, selva nieve y volcán”, nos reímos con “mi Vecina” de los Amigos Invisibles, y hasta recordamos uno que otro chiste de El Conde del Guácharo. Una mujer interesante, inteligente y sincera.

Al recuperarme de mis recuerdos ya ella estaba completamente vestida, las lentejuelas ya no destellaban como ayer, eran solo puntos opacos en su vestido corto. Tímidamente me levanté de la cama y sólo pude decir: “Te apetece un café”, a lo que ella contestó: “guayoyo por favor”.

Fuimos a mi cocina y me dispuse a preparar el café. De la nada ella empezó una conversación animada, bromeamos, hablamos de la nueva película nacional y acordamos que deberíamos ir a verla juntos algún día. Al servirle el café noté que sus dientes, aunque perfectos en forma, estaban amarillentos. Sus ojos estaban enrojecidos y su cabello negro era una maraña interminable. Seguía siendo atractiva, pero entendí que la noche siempre oculta cualquier imperfección.

Tomamos el café con calma y minutos después me pidió que la despidiera. Yo accedí sin titubear para no ocasionarle más molestias, pero por dentro rogaba que se quedara, mi conciencia sólo me hacía recordar las marcas horribles que le había hecho en la piel. Al despedirnos, quise disculparme, y lo único que me contestó fue:

-          No te preocupes, yo te lo permití, y no eres el único que deja marcas en mí de esta manera.

Desde aquel día frecuento el mismo local todos los fines de semana, y doy con ella siempre. Entablamos conversaciones animadas y trato de convencerme de no maltratarla esta vez, pero su violencia me embriaga y termino por herirla de la misma manera.

Siempre es lo mismo, de noche se ve radiante, hermosa, ocultando todas aquellas imperfecciones que el sol siempre deja salir. Entabla conversaciones agradables y me hace llegar mentalmente a sitios hermosos, me hace filosofar y pensar en un mundo completamente nuevo, me divierte por un rato hasta que llegamos a la habitación, donde ella misma me hace sacar lo peor de mí. La hiero, la daño, la golpeo, araño sus montañas sin piedad. Sólo para que a la mañana siguiente ella me desfile por todo el cuarto las marcas que le he hecho, y suelo disculparme inútilmente sólo ofreciéndole una taza de café, lo cual nunca podría pagar por el daño que le hago todas las semanas. La amo, locamente, pero la daño cada noche, cada semana, después de haberla invitado a mi casa unas 446 veces, finalmente pudo decirme su nombre: CARACAS


Silvia Mercader Ferri

2 comentarios:

  1. Ok... Hacía tiempo que no leía un texto así de bueno, atrapa de pies a cabezas. Qué excelente narrativa y qué manera tan interesante de trabajar la trama, felicitaciones a la autora!

    ResponderEliminar