domingo, 24 de marzo de 2013

La Sagrada Familia


Fotografía de: Silvia Mercader Ferri
Lugar: La Sagrada Familia, Barcelona, España


sábado, 23 de marzo de 2013

Los Límites de Caracas


Al definir la ciudad de Caracas, me encuentro con diversas perspectivas, diversas vistas que a lo largo de mi vida fui descubriendo con sorpresa. Si hace 15 años me hubieran pedido definir mi ciudad, por medio de sus límites, no hubiera contestado con exactitud, porque en ese entonces, mi ciudad no poseía límites. En ese entonces, estaba acostumbrada a una arquitectura caraqueña libre, con espacios como los que conseguimos en Bellas Artes donde los edificios y los espacios públicos son uno sólo, donde las plazas te permiten reconocer el entorno sin sentirte encerrado ni agobiado.

Ahora, hay que reconocer que Caracas es otra. Uno se ve obligado a encerrar la ciudad dentro de muros concentrados. Muros que cada vez son más densos y nos van cerrando más y más. La percepción caraqueña ha cambiado completamente. Se podría decir que la Caracas de ahora no se presenta de forma “dinámica” sino de forma “agitada”; se puede ver en el movimiento de los transeúntes como en la arquitectura que ellos recorren. Las personas en las calles se asemejan a un río moviéndose entre un laberinto de construcciones y edificios cada vez más próximos unos de los otros. Las calles de la ciudad ondean entre las urbanizaciones a medida de que se van apoderando del terreno, de forma aleatoria, sin orden.

Las plazas en Caracas ya no suelen tener una función de reunión entre sus habitantes. Las plazas ahora poseen una función de respiro, de desahogo, un lugar en donde este río de personas desemboca en área limpia de construcciones, rodeada, generalmente, de calles anónimas. Las plazas van cobrando menos importancia, adoptando más el papel de “punto de referencia” para poder darle pistas a los transeúntes de dónde ubicarse en este laberinto ondulado. Es esta aglomeración de construcciones que hace que los caraqueños puedan recorrer cada vez menos la ciudad a pie. Ahora, los caraqueños se están acostumbrando más y más a experimentar la ciudad desde la ventanilla de un automóvil, como si la vieran desde una televisión, sin sentir los olores, las temperaturas, el sol, el sonido real de la ciudad, simplemente desplazándose de un territorio a otro por caminos “seguros” y “sin pérdida” y dejando cada vez más en abandono estos pasillos orgánicos de rayos de luz filtrada entre un bosque de edificios.

Este mismo “dinamismo” lo podemos ver durante los días y noches en la ciudad. En el día, el sol revela un collage de edificaciones bastante variado, donde edificios antiguos y plazas heredadas de nuestros antepasados, de colores tenues, conviven en el mismo espacio con edificios novedosos, de mayor escala y colores más brillantes. Pero, al caer la noche, todos estos colores se esconden (junto con sus habitantes) y se observa que el mismo cielo estrellado se confunde con una masa de luces en el fondo de la ciudad, a lo lejos.

Es gracias a esta ocupación aleatoria de la ciudad, que Caracas posee unos límites muy difusos, no hay una línea propiamente trazada que defina el fin de la ciudad y el principio de otra, es, más bien, una percepción visual la que nos indica que dejamos la ciudad caraqueña atrás. Siempre se ve a la distancia una masa de construcciones precarias y coloridas que ocupan el paisaje de fondo de la ciudad; al dirigirnos a las afueras de Caracas, podemos ver que estas “casitas de colores” van gradualmente quedando atrás y el paisaje poco a poco se va desnudando hasta mostrarse virgen y sin intervención del hombre, ahí es cuando sabemos que Caracas está a nuestras espaldas.

Autor: Silvia Mercader Ferri

Un último café contigo


…Y así pasó,
Tu última sonrisa de nostalgia
Se dibujó,
Él tomó tu mano
Y te acompañó
A esa eterna danza,
Como la de aquella noche,
Que una vez recordaste en mi terraza.

…y te alejó

Nunca había visto un cielo azul tan nublado,
Porque a pesar de que las nubes te dieron paso
Nosotros pusimos murallas de impotencia con nuestros brazos.

…y finalmente dijiste adiós

Con una sonrisa de despedida te fuiste,
Y con la misma sonrisa de reencuentro
Lo recibiste.
Dichosos serán sus labios
Que te esperaron pacientemente más de 20 años.

…y yo aquí

Con los pies bien puestos en la tierra
Y mi corazón en ti.
Tomándome un último café contigo
A la luz de un triste amanecer.

Pido disculpas por mi egoísmo,
Por robarme el recuerdo de aquellos días
Y quedarme con los momentos de alegría
Por no querer presenciar tus últimos suspiros
En nuestra compañía.

… y aquí estoy

Tomándome un último café
Con el fantasma de tu recuerdo
Mientras tu taza se enfría
Y con la triste ilusión de que escuches mi despedida,
Que no pude darla antes, tal vez,
Por cobardía
O por respeto,
Respeto a tus labios sonrientes,
A tus manos suaves, y a tu debilidad siempre AUSENTE.

…y me pregunto

Así como él se apoyaba en tu hombro
…al salir
¿Tu también agarrarás mi mano
Al cruzar la calle?
Al defender un proyecto?
O al buscar tus respuestas en el aire?

Autor: Silvia Mercader Ferri
Dedicado a: Laura Sette de Ferri

El Jardín que vivió conmigo


Y aquí estoy, corriendo, sin aliento… buscando algún espacio entre los arbustos para poder esconderme. Veo un pequeño hueco entre las matas y la pared, justo de mi tamaño, aquí me quedaré. Mientras espero entre las sombras de las hojas un tanto húmedas por la lluvia de anoche, escucho los pasos de mis amigos por todo el lugar, riendo, todavía frustrados por no encontrar un escondite como el mío. Luego, un silencio, sólo interrumpido por la voz de uno de mis compañeros de juego, a lo lejos, diciendo claramente el aviso del inicio del juego: “listos o no, allá voy!”. Mientras espero, impaciente, observo mí alrededor. Un árbol pequeño, de hojas grandes que suelta un fruto muy parecido a la uva, pero más pequeña y de semillas más grandes. Sólo escucho el sonido de las olas del mar a lo lejos, detrás de los muros que encierran este jardín. 

Quizá uno que otro chapoteo de algún niño en la piscina pequeña. Observo que hay una pelota colorida escondida en la grama, la cual todavía no ha sido podada con el inicio de las vacaciones veraniegas. Pienso en agarrarla, pero no me puedo arriesgar, si me encuentran, tendré que buscarlos a ellos la próxima vez. Me quedo sentada un largo rato, escucho como mis amigos corren tratando de burlar al que nos está buscando, sin éxito. A  mi espalda se escucha el eco de sus pasos, que van por la planta baja del edificio en el que duermo temporalmente, justo cuando siento que pasa de largo, empiezo a correr. Paso a toda velocidad esta grama verde esmeralda que me rodeaba, ignoro la pelota colorida, trato de esquivar uno que otro hormiguero escondido en la tierra, subo los dos escalones que separan el área común de este jardín. Casi resbalo por el agua de la piscina encharcada en el piso de concreto. Cruzo todo este espacio a la velocidad que mis 8 años  me permitían obtener, animada por los gritos de mis compañeros, logro burlar al buscador y con una sonrisa toco con el brazo extendido la columna que nosotros denominábamos como “taima”, y con un tono de triunfo grito con alegría: “uno, dos, tres, por mi!”, acabando el juego de inmediato. Me volteo para ver el panorama, veo el buscador frustrado a lo lejos, todo mezclado con los colores azules, verdes y tonos de grises del cielo, las piscinas, el edificio, y los dos jardines que lo bordeaban, escondiendo infinidad de flores, palmeras e insectos que nos acompañaban en todos los juegos.

Y así pasaban todas mis vacaciones, con mis primas y mis primeros amigos. Durante las noches, nos sentábamos en un mobiliario de concreto ubicado en el fondo de los jardines de estas residencias. Contando todo lo que nos había pasado durante el período de clases, riendo. Sólo iluminados por un foco de luz que enfocaba el estacionamiento allá abajo, creando un juego de tramas sombreadas provenientes de las palmeras que nos rodeaban. Pasábamos horas charlando, mientras las hormigas nos acompañaban sin mostrarse agresivas. Siempre había un momento para las historias de miedo, que involucraban a brujas transformadas en lechuzas blancas, posadas sobre los árboles de estos jardines, era imposible evitar mirar hacia arriba, deseando no ver ningún espectro así. Todo, mientras escuchábamos ruidos indescriptibles detrás del muro que separaba nuestro espacio de las casas de al lado, viejas y sucias.

A veces, cuando nos sentíamos valientes, bajábamos cuidadosamente el pequeño barranco que conectaba el estacionamiento, de este jardín trasero. Era algo peligroso, considerando que estaba decorado con todo tipo de cactus y demás vegetación xerófila, ubicada entre piedras grandes y rugosas. Saltábamos el pequeño antepecho que protegía esta jardinera, y corríamos por el estacionamiento, de noche, sólo oyendo el sonido del tanque de agua de la piscina, y el subir y bajar de los ascensores.

A medida que fui creciendo, mis diversiones fueron variando, pero el jardín en el que estaban, siempre fue el mismo. Con el pasar de los años, las baldosas, mesas y tumbonas del área común con la piscina fueron cambiando, pero el jardín seguía teniendo el mismo aroma, las mismas flores y la misma grama. Todavía recuerdo con extremo detalle esas flores, a veces rosadas, a veces blancas, que caían de un árbol bastante pequeño. Recuerdo haber agarrado los carbones de las parrillas familiares que se hacían en los fines de semana, para hacer mis primeros dibujos en esas sillas de concreto. Recuerdo haber llorado en ese mismo lugar, recuerdo haber reído, recuerdo haber amado. Y ahora, recuerdo haberme despedido.

Tras la muerte de uno de los seres más queridos para mí, tuve que decir adiós a estos jardines que me acompañaron en todas las etapas de mi vida. Recorrí muy lentamente sus espacios de grama, con las flores de colores tumbadas en el suelo; bajé por última vez por ese barranco lleno de matas con espinas, ya no era tan peligroso, los cactus estaban casi muertos, el sótano ya no daba el mismo miedo que antes. Reconocí varios dibujos en las paredes, algunos hechos por mí, otros por mis amigos. Di mi último “uno, dos, tres, por todos” en la “taima” de siempre, aunque ya no había nadie a quien burlar, ya no quedaba nadie escondido.

La grama estaba extrañamente podada, pero ya no había pelotas de colores que recoger. El sol se estaba ocultando, iba a llover. Las uvas playeras no sabían igual. El eco en la planta baja había desaparecido. No había espectros en los árboles, no había brujas que temer.

Parada, en mitad de la grama, me vi correr. Me vi acostada en las baldosas, de noche, cantando cualquier tonada popular en aquella época, a todo pulmón, en coro con mis primas y amigos. Me vi lanzando globos de agua, humedeciendo la tierra hasta que se convirtiera el lodo. Me vi apoyada en esas palmeras, confesando mis sentimientos a un chico. Me vi creciendo, al mismo tiempo que crecía cada planta en ese jardín. En fin, me vi viviendo.

Y ahora que ya no voy a ver más este jardín, entierro una última semilla la tierra, para que crezca fuera de la sombra de estos edificios, para que escuche el mar a lo lejos, los niños corriendo, el eco de la gente en planta baja, para que sienta el aroma de las flores rosadas y blancas, para que saboree las uvas playeras, para que juegue con las hormigas. Para que viva, como viví yo.

Autor: Silvia Mercader Ferri

No Digamos Nada...




Hoy, que estás aquí
Vamos a acostarnos en la cama,
Para verte sonreír,
Y que no digamos nada.

No digamos nada
Porque las palabras sobran en el cielo
Déjame verte las alas
Que te pusieron cuando luciste mi cruz en tu pecho.

No digamos nada
Y mirémonos a los ojos
Intentemos desenterrar lo que muchos dejan bajo las sábanas
Y pongamos a volar lo que otros tienen amarrado a sus almas.

No digamos nada
Y lograremos hablar la lengua de quiénes se aman,
Con nuestros ojos cerrados, brazos abiertos
Y nuestras manos bailando al ritmo del corazón en movimiento.

No digamos nada
Y sanemos nuestras heridas
Con nuestras lágrimas de fantasía
Que caen pero no dejan tu camisa mojada.

No digamos nada
Para no aburrir a mis ventanas
Sólo quédate aquí, mientras suspira el viento
Con otro de nuestros dulces e inexplicables besos.

No digamos nada
Pero vamos a decirlo todo
Desde las teorías del “Big Bang” de nuestro universo,
Hasta el Apocalipsis de nuestro adiós
Que mientras el tiempo pasa, ya se vuelve incierto.

Autor: Silvia Mercader Ferri

Fallas en Octubre

“Ese lunar que tienes, cielito lindo, junto a la boca…”
Ese cabello rojo y esos labios que combinan con tu ropa
Esa sonrisa blanca y esos versos que te inventabas
Con esa voz dramática de aquellos personajes que siempre interpretabas.

Esa risa constante que siempre tus cuentos acompañaba
Esas manos que siempre movías al exacto ritmo de una valenciana
Esa ropa aparentemente sencilla que a la calle sacabas
No era otra cosa más que una mantilla, una peineta y un vestido para las fallas
No te recordaré de otra manera que con ese vestido que nunca te vi usar
Con esos encajes de colores,  flores de fuego  y adornos para poder destacar
Ese hermoso vestido que en tu mente nunca dejaste de usar.

Hoy se quema una escultura de madera y cartón
Que aunque no sea el mes de marzo, hoy tenemos otra buena razón
Y las falleras igual estarán llorando, como es la tradición
Por el fuego que consume la materia pero no incinera el corazón

Una escultura colorida con pedazos de recuerdos
Se ven un par de niños corriendo detrás de un perro blanco y negro
Un niño rubio buenmozo y tres pequeñas con trajes de lunares blancos
Un gato de color castaño que “de cariño” de daba en la nariz un “bocado”
Una pareja que se amó treinta y tres veces en una ocasión
Que tu pacientemente contaste y te tatuaste ese número en el corazón
Una lista de palabras que formaban parte de tu forma de hablar
Una colección de poemas y unos pajarillos que nunca escuché cantar
Unos libros de historia y unas fotografías que nunca dejaste de admirar.

¡Qué cosas, qué cosas! Exclamo hoy en día
Las primeras fallas que veo, y con tanta melancolía
En vez de ver fuegos artificiales estallar en el cielo
Son mis lágrimas que distorsionan las estrellas y su destello

Dos torres de piedra hoy se elevan frente a ti
Se iza una bandera amarilla, azul y rojo carmesí,
Un escudo elevado por dos alas negras,
Y el mar estruendoso a lo lejos, incapaz de borrar tus huellas

Solo una cosa me atrevo a pedirte
Y es que esos recuerdos y esa forma de vestirte
Ese misterio en tus labios y esos cuentos escritos en roca
“…no se los des a nadie, cielito lindo, porque me toca”

Autor: Silvia Mercader Ferri
Dedicado a: Amparo Albert de Mercader
Nota: Fiesta de las Fallas Valencianas, una tradición Española que disfruté a distancia con mi abuela, cada mes de marzo las veo con cariño... pero las fallas en octubre no inspiran alegrías, sino nostalgia...