sábado, 23 de marzo de 2013

El Jardín que vivió conmigo


Y aquí estoy, corriendo, sin aliento… buscando algún espacio entre los arbustos para poder esconderme. Veo un pequeño hueco entre las matas y la pared, justo de mi tamaño, aquí me quedaré. Mientras espero entre las sombras de las hojas un tanto húmedas por la lluvia de anoche, escucho los pasos de mis amigos por todo el lugar, riendo, todavía frustrados por no encontrar un escondite como el mío. Luego, un silencio, sólo interrumpido por la voz de uno de mis compañeros de juego, a lo lejos, diciendo claramente el aviso del inicio del juego: “listos o no, allá voy!”. Mientras espero, impaciente, observo mí alrededor. Un árbol pequeño, de hojas grandes que suelta un fruto muy parecido a la uva, pero más pequeña y de semillas más grandes. Sólo escucho el sonido de las olas del mar a lo lejos, detrás de los muros que encierran este jardín. 

Quizá uno que otro chapoteo de algún niño en la piscina pequeña. Observo que hay una pelota colorida escondida en la grama, la cual todavía no ha sido podada con el inicio de las vacaciones veraniegas. Pienso en agarrarla, pero no me puedo arriesgar, si me encuentran, tendré que buscarlos a ellos la próxima vez. Me quedo sentada un largo rato, escucho como mis amigos corren tratando de burlar al que nos está buscando, sin éxito. A  mi espalda se escucha el eco de sus pasos, que van por la planta baja del edificio en el que duermo temporalmente, justo cuando siento que pasa de largo, empiezo a correr. Paso a toda velocidad esta grama verde esmeralda que me rodeaba, ignoro la pelota colorida, trato de esquivar uno que otro hormiguero escondido en la tierra, subo los dos escalones que separan el área común de este jardín. Casi resbalo por el agua de la piscina encharcada en el piso de concreto. Cruzo todo este espacio a la velocidad que mis 8 años  me permitían obtener, animada por los gritos de mis compañeros, logro burlar al buscador y con una sonrisa toco con el brazo extendido la columna que nosotros denominábamos como “taima”, y con un tono de triunfo grito con alegría: “uno, dos, tres, por mi!”, acabando el juego de inmediato. Me volteo para ver el panorama, veo el buscador frustrado a lo lejos, todo mezclado con los colores azules, verdes y tonos de grises del cielo, las piscinas, el edificio, y los dos jardines que lo bordeaban, escondiendo infinidad de flores, palmeras e insectos que nos acompañaban en todos los juegos.

Y así pasaban todas mis vacaciones, con mis primas y mis primeros amigos. Durante las noches, nos sentábamos en un mobiliario de concreto ubicado en el fondo de los jardines de estas residencias. Contando todo lo que nos había pasado durante el período de clases, riendo. Sólo iluminados por un foco de luz que enfocaba el estacionamiento allá abajo, creando un juego de tramas sombreadas provenientes de las palmeras que nos rodeaban. Pasábamos horas charlando, mientras las hormigas nos acompañaban sin mostrarse agresivas. Siempre había un momento para las historias de miedo, que involucraban a brujas transformadas en lechuzas blancas, posadas sobre los árboles de estos jardines, era imposible evitar mirar hacia arriba, deseando no ver ningún espectro así. Todo, mientras escuchábamos ruidos indescriptibles detrás del muro que separaba nuestro espacio de las casas de al lado, viejas y sucias.

A veces, cuando nos sentíamos valientes, bajábamos cuidadosamente el pequeño barranco que conectaba el estacionamiento, de este jardín trasero. Era algo peligroso, considerando que estaba decorado con todo tipo de cactus y demás vegetación xerófila, ubicada entre piedras grandes y rugosas. Saltábamos el pequeño antepecho que protegía esta jardinera, y corríamos por el estacionamiento, de noche, sólo oyendo el sonido del tanque de agua de la piscina, y el subir y bajar de los ascensores.

A medida que fui creciendo, mis diversiones fueron variando, pero el jardín en el que estaban, siempre fue el mismo. Con el pasar de los años, las baldosas, mesas y tumbonas del área común con la piscina fueron cambiando, pero el jardín seguía teniendo el mismo aroma, las mismas flores y la misma grama. Todavía recuerdo con extremo detalle esas flores, a veces rosadas, a veces blancas, que caían de un árbol bastante pequeño. Recuerdo haber agarrado los carbones de las parrillas familiares que se hacían en los fines de semana, para hacer mis primeros dibujos en esas sillas de concreto. Recuerdo haber llorado en ese mismo lugar, recuerdo haber reído, recuerdo haber amado. Y ahora, recuerdo haberme despedido.

Tras la muerte de uno de los seres más queridos para mí, tuve que decir adiós a estos jardines que me acompañaron en todas las etapas de mi vida. Recorrí muy lentamente sus espacios de grama, con las flores de colores tumbadas en el suelo; bajé por última vez por ese barranco lleno de matas con espinas, ya no era tan peligroso, los cactus estaban casi muertos, el sótano ya no daba el mismo miedo que antes. Reconocí varios dibujos en las paredes, algunos hechos por mí, otros por mis amigos. Di mi último “uno, dos, tres, por todos” en la “taima” de siempre, aunque ya no había nadie a quien burlar, ya no quedaba nadie escondido.

La grama estaba extrañamente podada, pero ya no había pelotas de colores que recoger. El sol se estaba ocultando, iba a llover. Las uvas playeras no sabían igual. El eco en la planta baja había desaparecido. No había espectros en los árboles, no había brujas que temer.

Parada, en mitad de la grama, me vi correr. Me vi acostada en las baldosas, de noche, cantando cualquier tonada popular en aquella época, a todo pulmón, en coro con mis primas y amigos. Me vi lanzando globos de agua, humedeciendo la tierra hasta que se convirtiera el lodo. Me vi apoyada en esas palmeras, confesando mis sentimientos a un chico. Me vi creciendo, al mismo tiempo que crecía cada planta en ese jardín. En fin, me vi viviendo.

Y ahora que ya no voy a ver más este jardín, entierro una última semilla la tierra, para que crezca fuera de la sombra de estos edificios, para que escuche el mar a lo lejos, los niños corriendo, el eco de la gente en planta baja, para que sienta el aroma de las flores rosadas y blancas, para que saboree las uvas playeras, para que juegue con las hormigas. Para que viva, como viví yo.

Autor: Silvia Mercader Ferri

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