martes, 25 de junio de 2013

Carta a un hermano venezolano

Esta carta no va dirigida a los profesores que alimentan de sabiduría a sus alumnos mientras dejan de alimentar a sus propios hijos, tampoco va dirigida a los estudiantes que mientras su futuro cada vez parece más incierto se llenan de protestas, críticas, reuniones, preocupaciones, y dejan de tener clases, tampoco va dirigida a los egresados de las universidades, gente como yo, que sabemos el valor de nuestras respectivas casas de estudio y que daríamos todo por hacer que ellas sigan con la calidad que conocimos alguna vez.

No, esta carta va dirigida  a ti, a esa persona que está en su carro, estacionado, en la autopista a la hora pico mientras escucha por la radio o lee en twitter que hay una protesta de unos “chamitos” que andan exclamando un “presupuesto justo”. Esta carta va dirigida a esos padres cuyos hijos aún gozan de la seguridad y de la inocencia de los colegios, que ven desde la comodidad de sus salas esas protestas y esas fotos por su celular de unos muchachos vestidos con camisas amarillas, con escudos y con caras pintadas de indignación. Esta carta va dirigida a aquellos profesores que renunciaron de ejercer su vocación y que hoy en día los oyes decir “qué bueno que me salí de ese rollo”.

Querido hermano venezolano, yo hoy no te vine a hablar de cifras que no manejo, no te vine a hablar de las listas de laboratorios que han cerrado en mi universidad por falta de dinero, yo hoy no te vine a hablar de las materias que están dejando de darse en mi alma mater porque hay profesores que ya no pueden mas. Yo vine a hablarte, hermano, de qué fue, o perdón, que ES mi universidad.

Entrar a la Universidad Simón Bolívar no fue fácil, y lo digo con toda propiedad ya que tan solo a mi segundo intento fue que pude quedar y no precisamente en la carrera que hubiera deseado. Tuve que seguir peleando mi futuro para poder tener un cambio de carrera, tuve que llorar, tuve que soportar críticas de algunos preparadores que me decían que ese cambio de carrera era “imposible”, tuve que surfear entre profesores que decían que mi carrera, Arquitectura, era una opción que debía ser estudiada a fondo, que no cualquiera merecía ese título. Afortunadamente obtuve mi cambio de carrera al segundo año, sin sufrir retrasos académicos y con un índice aceptable. Pero la lucha no terminó ahí.

En mi carrera existe algo más que pruebas intelectuales, no es como en otras profesiones dónde en un parcial el resultado de un ejercicio es el que te dice si apruebas o no apruebas. Nosotros en arquitectura somos probados de mil formas. Escuchamos miles de veces a miles de profesores cuestionar si nosotros deberíamos estar ahí, si Arquitectura es una carrera para nosotros, y muchos (incluyéndome) caemos en la trampa y también nos lo preguntamos. Pero somos tercos, y seguimos cortando cartón hasta que las hojillas perforen nuestra mesa de trabajo (o la del comedor de nuestra casa).

Tenemos pruebas psicológicas, pruebas de equipo, compañerismo, dónde la pregunta ante un trabajo grupal no es “¿Quién tiene la capacidad suficiente?” sino “¿Quién sabe trabajar conmigo?”. Muchas amistades se pierden en el proceso, existen muchas críticas y muchas reflexiones sobre quién es tu amigo, quién es tu compañero de trabajo y quién es tu competencia.

Llegamos a la conclusión de que el stress sí da fiebre, y tratamos de engañar a la gripe durante meses, sólo para terminar cayendo en una suerte de terapia intensiva de jarabes para la tos, atamel y cualquier brujería que nuestras madres y abuelas nos preparan sólo para poder seguir maqueteando. Conocemos perfectamente la hipotermia y hasta llegamos a sobrevivirla después de estar hasta las 11 de la noche en las afueras de nuestros salones de clases, mientras nuestros profesores evalúan nuestros trabajos finales. Conocemos a la perfección la proporción exacta de la combinación de café y Coca Cola para mantenernos despiertos durante días. Nuestro cerebro tiene el adecuado reloj biológico que te dice cuándo despertarte antes de que el autobús, o metro, siga de largo de la estación en la que deberíamos quedarnos. Tenemos un estudio de mercadeo donde se muestra qué comedor es el adecuado dependiendo de la comida, la hora y hasta el clima. Muchos de nosotros tenemos el gps adiestrado para conocer el camino más corto a pie entre dos puntos cardinales de nuestra universidad para llegar a tiempo de una clase a otra. Y la lista de destrezas solo sigue y sigue.

Hermano, bajo todas estas experiencias aprendí más que el uso del Autocad y Photoshop. Me llegué a conocer a mí misma, conozco mis debilidades y me dio gusto conocer que mis fortalezas eran muchas. Entendí que los profesores a los que más les tenía miedo eran los más asustados a la vez. Aprendí que los más soberbios eran a su vez los más inseguros en sus decisiones y críticas. Aprendí que todos los estudiantes son buenos en algo, pero que esa virtud no siempre es evaluada en el salón de clases y que no por eso tiene menor valor, solo es incomprendido. Aprendí a que el valor de la universidad no está entre sus estructuras de concreto, sino en las vibraciones que tienen lugar en su interior. Aprendí que el eco de la voz de un profesor sólo se escucha si es recibida por el alumno que desea repetir su aprendizaje.

Hermano venezolano, no vine aquí a que te levantes y tranques la calle con los estudiantes si no lo crees correcto, no vine aquí a hacer que tus hijos deseen estar en una universidad en el extranjero o en una universidad privada para evitarse “problemas”. Vine aquí para que recuerdes lo que fue estar en esos pasillos, a que recuerdes esas notas de clase que tomaste en una hoja prestada de un amigo, a que recuerdes las fotocopias que tuviste que sacar de los apuntes de la “lumbrera” de la clase. Vine a que recuerdes tu frustración, vine a que recuerdes la vida universitaria, y que ahora le sumes el hecho de que no haya dinero para remunerar esos momentos. Quiero que agarres esos recuerdos y que te los arranques de la memoria, quiero que agarres esas experiencias y las olvides. Quiero que de repente, dejes de conocerte a ti mismo como te conoces ahora. ¿Terrible verdad? ¿Te sientes solo? ¿Qué pasó con esos momentos de pasión que tuviste con esa novia universitaria detrás de ese salón escondido en el último piso de un edificio? ¿Qué paso con esas caimaneras que seguro participaste aunque sea una vez? ¿Qué pasó con tu tesis? ¿Qué paso con tu vida ahora?


Hermano, no vine aquí a llamarte a protestar, vine aquí a que entiendas qué está pasando. Vine aquí a que en vez de molestarte e insultar a esos muchachos que están a la punta de la cola, protestando, más bien llores por ellos. Vine aquí a que no pases de largo a esas noticas que lees en el periódico o redes sociales, vine aquí para que vuelvas a ser, por 5 minutos, estudiante otra vez y que no abandones a tus compañeros de clase.

Atentamente
Silvia Mercader Ferri
Arquitecto, Uesebista y Venezolana.

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